PAN, CIRCO y... FUNCIONARIOS

By María García Baranda - febrero 18, 2013

¿Qué le pasa a este país con los funcionarios públicos? Me pregunto por la razón de ese odio exacerbado hacia un sector de más de tres millones de trabajadores, que en momentos de bonanza o crisis parece ser la causa de todos los males. Vade retro, Satanás. Naturalmente la cabeza me da para pensar que tener un puesto fijo con la que está cayendo suscita celos y envidias. Lo que ya no alcanzo a comprender es cómo personalidades de la clase política y grandes empresarios se permiten el inmoral lujo de estigmatizar a un sector -cuyo sueldo medio ronda unos 1700 €, inviables por cierto para tareas especulativas-, cuando sus salarios son un absoluto bochorno; y no acaloran ya solo por sus cuantías, sino por cuanto se ven en numerosos casos duplicados o triplicados como si del reflejo de la sala de los espejos del parque de atracciones se tratase. ¡Qué bella visión! Sobre todo, cuando sale de la boca de personajes que en la mayoría de los casos fueron colocados en su puesto con la sutilidad de un dulce movimiento digital y discutiblemente meritorio. Sí señor: ¡a dedo! Del de toda de la vida, de ese que suena a política del Antiguo Régimen, pero que se viste de esa respetable etiqueta de “cargo de confianza”.
Y aunque el proceso de demonización se encuentra siempre latente en las mentes de muchos, se agudiza escandalosamente con declaraciones como aquella con la que Joan Rosell, presidente de la CEOE, nos hizo desayunar no hace mucho: “a los funcionarios es mejor ponerles un subsidio a que estén consumiendo papel, teléfono…” ¡Con un par! Palabras, que a pesar del pretendido –e inútil- “matiz” son un insulto directo con el que se tacha al 13,4% de la población activa de: vago, aprovechado, deshonesto y, si me apuran, ladrón a mano armada del erario. Ahí es nada, porque el ataque al funcionario público se queda extremadamente corto, el alcance abarca mayor distancia. No es ese el blanco de tales despropósitos, sino la completa estructura del estado de derecho al afirmar, velada o no tan veladamente, la ineficacia y escasa rentabilidad de los servicios públicos. ¿Para qué, señor mío, habiendo empresa privada? Esperable de alguien que ha pronunciado perlas como que la reducción de la jornada laboral a la que hemos asistido gradualmente no se sostiene, por cuanto se fundamenta en errores como la no consideración de los costes de producción. Entro en éxtasis solo con leerlo y pensar que este buen mozo se pasa por el forro más de un siglo de lucha por los derechos de los trabajadores: ¡vuelva el trabajo a destajo!
En efecto, el funcionario público se ha dibujado tradicionalmente como un peligroso enemigo de la empresa privada. Y en un intento a la desesperada por fortalecer a esta, caiga quien caiga, la guerra está abierta. Aunque lo más curioso e incluso absurdo es que la debilitación del cuerpo se provoque desde el mismo epicentro: el propio Estado. Y es que este pierde su razón de ser en el momento en el que, más allá de sus tareas en materia económica, despoja de oxígeno a su propio entramado para insuflárselo a la empresa privada. Discúlpenme, pero tales actos, vengan del gobierno que vengan, se me antojan una tapadera de oscuros intereses, pues nadie es tan tonto como para lanzar piedras contra su propio tejado. Y no solo eso, poner de patitas en la calle a tales gobernantes serían causa de despido más que procedente, dada su falta a su deber primordial: gobernar y gestionar en virtud de su carácter de cargos públicos.          
Y es que la figura del funcionario ha estado teñida por la crítica desde su mismo nacimiento. Ya en plena Ilustración Cadalso hacía alusión a sus “bostezos”, en el siglo XIX Larra los acusaba de inoperantes en artículos tan célebres –y literariamente deliciosos- como el “Vuelva usted mañana”; pero del mismo modo, unas décadas después, Mesonero Romanos o Galdós nos hacían partícipes del tremendo daño originado al sector por parte los de cambiantes gobiernos: nacía la figura del cesante, es decir, el funcionario muerto en vida, despojado de sus tareas-que no de su cargo-, cuando no interesaba su labor.
Sea como sea, el funcionario público ha sido, es y será servidor del Estado. Lo malo es que tal concepto suele tomarse en toda la extensión de la palabra. Y resulta absolutamente demagógico gritar su falta de dedicación y calificar de privilegio lo que es un merecido y legítimo derecho a ocupar una plaza fija. Trabajadores entregados y vagos empedernidos hay por doquier, pero no me diga usted que el funcionario es culpable de los males del mundo, y aún menos si es usted un gobernante que tal vez llegó a su cargo sin un solo día cotizado a la seguridad social, que haberlos haylos. No tiene autoridad moral para ello.


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