RELATOS ENCRIPTADOS (II)

By María García Baranda - noviembre 25, 2013



(II)

25 de noviembre de 2013 


Me mordía compulsivamente la parte interna de las comisuras de los labios. Gesto feísimo, pero inevitable y señal inequívoca de la matemática concentración de quien hace girar sus pensamientos a una velocidad mareante. Ciertamente, me sentía algo turbada e iba marcando los pasos con ligeros desvíos a izquierda y a derecha. Incapaz de seguir un trazo constante, todo en el ambiente parecía confabularse a tal propósito. La marea formaba círculos concéntricos en los que cada ola golpeaba con ahínco a su rival simulando una exacerbada lucha cuerpo a cuerpo. El intenso olor a sal podía incluso saborearse, y lo hice pasándome la punta de la lengua por mis labios hinchados. Y una luz intensa, reflejada en la blanquísima arena, me obligaba a cerrar mis desprotegidos ojos. Demasiado claros para tanto destello.


Me senté en el borde de la orilla, descalza y sujetándome las rodillas contra el pecho, en un intento de enroscarme en mis propios instintos. Tras echar una mirada a mi alrededor percibí que estaba absolutamente sola en aquella playa, por lo que llegué a pensar que tal visión formaba parte de un sueño, y que de un momento a otro despertaría en mi cama con las ideas más claras que nunca. En aquel momento habría dado media vida por tocar con la punta de mis dedos el mapa perfecto que me guiase sobre mis pasos, a través de un enmarañado laberinto de puntiagudas líneas incandescentes. En un impulso me puse en pie y repentinamente me entró un deseo irrefrenable de diluirme en el agua. Turbia, templada y salvaje, ensordecedora de los pensamientos que como la mala hierba trepaba entre los recovecos de mi cerebro, distanciándome de mis emociones más auténticas.
No pensé en más, me quité mi vestido de gasa blanca que, aunque etéreo, ejercía una fuerza pesada sobre el cuerpo y en un brusco arrebato lo tiré al suelo. Despojada de todo lastre me sumergí en el agua con la quimérica intención de sentir tan solo mi pulso acelerado; y sorprendentemente comencé a oír un latido que guardaba un ritmo acompasado con el mío. Abrí la puerta a un breve pensamiento y traduje: en ese mismo momento, en algún otro desconocido lugar, alguien conectaba conmigo en cuerpo y alma y podría leerme la mente. Y lo que era más importante: sería capaz de sentirme al instante.
Me sequé al sol y esperé, una hora, dos horas…no sé. Tal vez una señal de respuesta, una botella con un contenido revelador. Pero deduje que no sería tan fácil y que, al tratarse de un sueño, habría de concentrarme fuertemente para enviar un mensaje secreto al deseado remitente. Dicen que la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma, por lo que filtré las señales de mi cerebro y licuándolas a través del torrente sanguíneo lo envié hasta las ramificaciones del corazón. De esa forma, al golpe de un par de bombeos llegaría directamente a las entrañas de su receptor. Creí en ello con toda fe, cerré los ojos durante unos minutos visualizando la imagen y aguantando el aire para no descentrarme. Después expiré, despegué los párpados muy poco a poco y miré al horizonte haciéndome la pregunta retórica de si el experimento había funcionado.

Algo en mi interior me brindaba sosiego, incierto, pero calma basada en la fe de quien sabe que todo habrá de ser. Antes de rehacer el camino a casa, me giré para echar un último vistazo. La marea en su límite más alto había alcanzado ya una sorprendente quietud. Memoricé la fotografía del día en el que había puesto en marcha el mecanismo. Y entonces sentí un pinchazo en la planta de mi aún descalzo pie izquierdo. Me senté en el borde de la escalinata de entrada y vi unas gotas de sangre desbordando de la herida. La limpié con las yemas de los dedos e instintivamente, no sé por qué, me las llevé a los labios. Reconocí su sabor dulce y espeso, nada propio del metálico gusto que podría esperarse y justo ahí supe que había funcionado. No puede evitar esbozar una cómplice y discreta sonrisa, y salí de la playa.

Al parecer, tras de mí, dejé en el suelo unos pedazos de vidrio que al recomponerlos formaban una sencilla botella de color ámbar. No los vi en ese momento, pero tampoco hizo falta.



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