"CARIÑO, ME MARCHO"

By María García Baranda - abril 06, 2014

No es habitual que escriba de comportamientos humanos cayendo en generalizaciones basadas en las diferencias de sexo. No me gusta pensar que hay un patrón hombre-mujer al respecto sin considerar las particularidades de cada individuo. Menos me gusta aún caer en charlas quejicosas que firmemente creo son pataletas infantiles por no ser capaces de reconocer nuestros fallos con el sexo opuesto. Sin embargo, hoy rozaré esa generalización y me dejaré caer en el cálculo estadístico de actuaciones que se dan en mayor medida en hombres o en mujeres y que sabemos que se basan en la más pura composición química de cuerpos y cerebros. Aclarada tal cuestión, entraré en el tema.
Sábado noche, cena de amigas. Un buen rato, conversación interminable sobre todo tipo de cuestiones y, cómo no, temas recurrentes, que no por tópicos dejan de salir a la palestra. Sí, sí, ya sé que el hecho de que las mujeres hablen de sus relaciones personales y más aún si son con el sexo opuesto es algo predecible. Pero ¿saben qué?... que no voy a disculparme por ello. Del mismo modo que no me disculpo por llevar el pelo largo, tacones, maquillarme o cualquier otra banalidad femenina. Así que menos aún lo haré si se trata de algo tan esencial como destripar nuestros sentimientos, hablar de relaciones y enfocarnos en el amor-sexo, la mayor de las fuerzas motrices del mundo. Si tuviese que extraer la esencia de las conversaciones de la pasada noche diría que versó respecto a una pregunta basada en nuestra incomprensión de un comportamiento masculino: ver cómo un hombre al que le gusta, quiere o incluso ama a una mujer, es capaz de poner distancia de ella, dando carpetazo a cualquier atisbo de relación por mucho que lo desee. Este podría llegar incluso a desaparecer, si de pronto su mente le dice que la cosa cuenta con un número de obstáculos suficientes como para tildarla de relación no fluida. Rápidamente su mente genera una película protectora, que no lo deja impertérrito, claro que no, pero que lo coloca en la casilla de salida con destino a la pasada de página definitiva. Y ahí es donde nosotras nos preguntamos: ¿cómo pueden hacerlo? Aun sabiendo que cada persona es un mundo y que no todos actuamos de la misma manera en todas las ocasiones, una mujer que aún siente algo por un hombre se mantiene al pie del cañón por más dificultades que se tope en el camino. Y destaco: “…que aún siente algo por alguien…”. Si se marcha, es que ya no se le mueve el suelo bajo sus pies o no le quema el estómago cuando lo ve. Nosotras seguiremos pensando –dando vueltas y vueltas, dicen ellos- mientras quede una mínima esperanza de que el otro mire hacia ella. Y ahí no hay orgullo, no hay vergüenza ni pudor. Ahí hay un reto personal fundamentado en el más íntimo de sus deseos y que podría condensarse en una máxima: amar o morir.
¿Queremos pruebas de que, aunque no exclusiva, es esta una tendencia mayoritariamente femenina? Una mujer sigue enamorada de un hombre, aunque este le diga que tan solo la ve como a una amiga, esperando que un día al mirarla vea poco menos que a la irresistible Sherezade bailando la danza de los siete velos. Una mujer es capaz de ofrecerse voluntariamente a ocupar el rol de la otra, la amante, soñando que llegará un día en el que él, loco de amor por ella, deje a su pareja para correr a sus brazos. Una mujer es capaz de dejarse la piel a girones en una relación que no sale del bucle del conflicto y la discusión, esperando que él un día comprenda sus razones, empatice mágicamente con ella y diluya en un beso cualquier atisbo de discusión pasada.
¿Es tal comportamiento positivo? Sí y no. Nada es blanco ni negro, luego por tanto tiene algo grandioso y es que se trata de una muestra indiscutible de la enorme capacidad femenina de lucha en lo que a amor se refiere. Pero se trata de un arma de doble filo y en absoluto racional, porque se corre el riesgo de caer en la obcecación, en la obsesión y ese intento de lucha puede llegar a prorrogar lo improrrogable, alargar relaciones que eran la crónica de una muerte anunciada. Que ocurra eso a los dieciocho, a los veinte…tiene un pase. Pero que suceda a partir de los treinta es jugar a balancearse en la cornisa de un rascacielos. A poca experiencia y sentido común que se tenga, todos sabemos cuándo algo no marcha. Cuando empezamos a no sentir una cuchillada ante una discusión de enjundia, sino que comienza a no afectarnos casi; cuando nuestros ojos se abren ante estímulos externos; …ese es el mayor síntoma del fin. Y lo sabemos, por más que cueste reconocer que nuestra relación ya ha fracasado o que dudemos de si estaremos haciendo lo correcto porque cuando la iniciamos pensábamos que sería la ideal, porque aún queda cariño y porque no queremos herir al otro. Así que -aunque alguna vez me arrepienta de escribir estas palabras-, diré que, si en algún momento un hombre sabe que su relación conmigo ya no da más de sí, pártame el corazón de un martillazo seco, uno solo; pero no prolongue una relación agonizante. Cuando me cure del todo, se lo agradeceré, lo prometo. La experiencia me lo ha enseñado.

Y romperé hoy una lanza por la igualdad asentada en nuestras peculiaridades de sexo: mismo destino a través de senderos diferentes. Ante una relación en crisis, o bien fallida y rota, nosotras curamos la herida poniendo yodo y cubriéndola con una tirita. Ellos bañándose en el mar para que el salitre la seque cuanto antes y sin anestesia. Pero no lo olvidemos, ambas escuecen y ambas dejan cicatrices.



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