MÁS ALLÁ DE LAS RELACIONES FALLIDAS

By María García Baranda - septiembre 12, 2016



¡Alto! ¡Stop, stop, stop! Detengámonos un momento, porque me da la sensación de que estamos perdiendo el sentido de las cosas y el pulso del asunto. Nacemos con un tatuaje invisible adherido de por vida a nuestra piel y en el que se nos traza un croquis que nos lleva hasta la consecución de unas metas por conseguir. Objetivos hacia los que nos dirigimos embalados y que hemos de alcanzar. Sí o sí. Y del mismo modo se nos adjunta una guía que nos aconseja sobre tiempos, espacios y modos que enmarquen dichos propósitos. Vida en pareja, familia, profesión de bien, círculos sociales fluidos, vivienda, vehículo de transporte, aficiones varias… A mí todo esto me suena a instrucciones de juego de rol, a casita de muñecas o a teatro de marionetas. Escribí en una ocasión sobre los estereotipos de vida que se asocian a un ciudadano medio de occidente y me centré en aquellos que se esperan de una mujer. En otras ocasiones me he referido del mismo modo a estar atrapados con lo que se supone que es antropológica y socialmente correcto, esto es, modos de vida que la sociedad espera de nosotros en unas formas y edades determinados. Por ahí van los tiros hoy también, pero me centro en el daño que esto puede hacernos a la hora de establecer relaciones personales. Daño interno, psicológico y emocional, que detectamos únicamente con el pasar de los años.
Creo que queda clara mi postura sobre las vidas prefabricadas. Dudo mucho que alguien afirmase conscientemente que está a favor, pero por lo que a mí se refiere esa es mi opinión y los actos me acompañan, luego creo que soy consecuente. Si ajustarse a una idea preconcebida de cómo va a ser tu vida en términos generales es una auténtica gilipollez y una concepción infantil e ingenua, adoptar dicha postura en cuanto a las relaciones personales es además un suicidio. En mi caso –y creo que en el de la mayoría-, nada ha salido como pude pensar hace décadas. Pero no me disgusta. Sinceramente ha podido contrariarme en el momento de enfrentar algunos asuntos que no salían, e incluso afectarme profundamente otros, pero una vez entendido y asumido, pienso en que era natural y positivo.
Relaciones personales y en concreto, relaciones sentimentales. La esencia humana. Indiscutiblemente los errores padecidos, los aparentes fracasos y los cambios de rumbo nos descolocan y nos hacen sufrir, pero no creo que haya una parcela más importante que esta para comprender que huir de lo planeado es la opción más sana que podemos tomar. Me explico. La primera elección a la que nos enfrentamos es la de tener un compañero de vida o decidir caminar solos. Es una elección, sí, una querencia y un deseo que no siempre se da cuándo ni cómo queremos. Podremos desear vivir en pareja, pero no encontrar el compañero adecuado. Podemos enfrentarnos a una ruptura que nos saca de nuestro ideal, podemos incluso ir de relación en relación sin que esto cuaje… Sea cual sea nuestro caso, creo acertar si afirmo que en todos suele generar cierto nivel de frustración. Marca, pesa, -esa mochila famosa-, y puede hacernos incluso dudar de nosotros mismos. Alimenta nuestras debilidades, nos empequeñece, nos hace sentirnos fuera de órbita,… Como dije, frustra. Y ahora es cuando me pregunto, ¿por qué? Si formulo esta pregunta es porque al responderla certeramente hallaremos la magnitud del daño que estamos sufriendo y por tanto podremos curarnos de manera más efectiva.
Pasada cierta edad, entrados en la década de los cuarenta –o incluso un poco antes-, enfrentamos estos asuntos con un talante diferente. Cuando por circunstancias nos quedamos solos, es inevitable que no nos pese la edad que tenemos. Solemos pensar que a esas alturas ya deberíamos estar estabilizados en una relación, que eso era lo que siempre quisimos y se esperaba de nosotros, que a este edad es más difícil, que las rarezas que todos acusamos se interponen a la hora de establecer una nueva relación sentimental, e incluso –y ese es el mayor de los daños- llegamos a pronunciar el famoso “¿a ver si no sirvo para tener una relación”. Bien, este es el estado de la cuestión.

¿Tener pareja?
En primer lugar, hemos perdido el pulso porque nadie ni nada nos obliga a tener una pareja forzosamente. Si es una decisión opcional, se supone que el no tenerla no debería estar sujeto a ningún tipo de presión externa. Luego, fuera cánones. Y a la vecina que nos diga “¿cómo es que no estás con nadie?”, le contestamos “¿cómo es que es usted tan metete?”

¿Sabemos estar solos?
En segundo lugar, si nuestra opción ideal es acompañarnos en nuestro día a día y vivir en pareja, tampoco hemos de olvidar que para ello es imprescindible no tenerle miedo a estar solos. Si atravesamos una experiencia como la que aquí planteo, lo más probable es que hayamos tenido que aprender a estar a gusto con nosotros mismos. Si no lo hemos hecho, más nos vale correr a hacerlo. Por la cuenta que nos trae y que le trae a quien se cruce con nosotros. ¡Angelito! De no ser así cabe la posibilidad, diría que de un 99,9 %, de que nos lancemos a relaciones sin sentido por el mero hecho de no tener ni pajolera idea de qué hacer con nuestra vida, así como por un terrible miedo y enorme incapacidad para estar solos. Y es humano. Y no  pasa nada. Pero urge solucionarlo, entre otras cosas por mera dignidad. No es ningún brindis al sol eso de que querer empieza por uno mismo.

¿Compañero ideal?
En tercer lugar, y superado lo anterior, llega el punto de elegir compañero. Me detengo aquí un momento para decir en voz bien alta que no existe el compañero de vida perfecto, como no existe la persona perfecta. No hay un novio, novia, marido, mujer,… idealísimo de la muerte, sin defectos, compatible de modo absoluto y perenne. Y yo que soy amante fervorosa de la literatura del siglo XIX y que tengo un sentido del romanticismo amoroso bastante marcado, lo tengo asumido. Así que si yo puedo, puede aceptarlo todo el mundo. Esto no es un catálogo en el que elegimos a aquel del que rellenamos más casillas de aptitud. Tampoco hay un diseño perfecto. Ni garantías de ninguna índole que nos hagan pensar que moriremos viejecitos a su lado. Todo eso se verá. Se evolucionará. Y sin perder de vista que la vida son ciclos más o menos largos, iremos viviendo lo que haya de venir. Pero del mismo modo que hemos de ser coherentes con la elección de nuestra pareja, hemos de serlo para no forzar aquello que no va ni a tiros. Mi idea de compañero es alguien con quien quiero estar. Sin más y en toda la extensión de la palabra. Me gusta contarle mis cosas y escuchar las suyas, hablar hasta el amanecer, estar en silencio, reírnos por cualquier bobada, desnudarnos internamente, llorar si hace falta, hacer cosas cotidianas y sencillas, desearnos e incendiarnos juntos, decirnos lo que sentimos, proyectar, crecer, vivir,… sentir. Sin más. Sin menos. Como para todo el mundo, ¿no? Debería ser así, al menos. Ese es mi concepto, es decir, estar con alguien con quien de veras se quiere estar. Y viceversa. Porque cuando uno de los dos se descompensa y no lo vive igual, no hay nada que hacer. Y no merece la pena ni intentarlo, porque en ese caso, no podremos modificar nada de nada. La necesidad ha de ser mutua y más o menos equilibrada, dentro del principio de que no hay dos personas iguales y no todos vivimos, sentimos o expresamos igual. Pero sin duda ha de haber un equilibrio.

¿Por qué nos empeñamos en lo que no puede ser?
Y en cuarto lugar, ¿por qué nos enganchamos a historias que no pueden ser? Y digo historias y no a personas, aunque sé perfectamente que todos nosotros pensamos  siempre que nuestro enganche se ancla a una persona en concreto por ser quien es. Y aquí digo, sí y no. Veamos. No puedo negar que naturalmente cuando vivimos una relación fallida, defectuosa, tóxica,… una relación que no termina de flotar, o que incluso se ha acabado, y no terminamos de superarlo, sufrimos un cuelgue de esa persona. Naturalmente que hay sentimientos, pero desde siempre he pensado que la magnitud real y la pureza de esos sentimientos no podrán medirse bajo ese estado, sino con la perspectiva del tiempo y la tranquilidad que este nos procura. Ahí es cuando podremos decir cuánto amamos, cuánto padecimos y cuánto nos enganchamos a esa persona en aquel momento. Sufrimos por alguien, lo soñamos, lo maldecimos,… y volcamos nuestra trabazón en ese nombre y apellidos, pero pienso que en realidad a lo que estamos encadenados es a esa historia. ¿Por qué? En la respuesta creo que se haya la parte más importante de esta reflexión que hoy hago y lo que mayor utilidad puede tener para mis coetáneos. ¿Por qué nos empecinamos? Las razones pueden ser varias y darse de una en una o todas a un tiempo. Depende.
Primera razón: el sentimiento. Más allá de seguir sintiendo por alguien, todos sabemos cuando algo no marcha. Lo más probable y más habitual es que no dejemos de sentir hasta que hayamos dicho el adiós. Evidentemente una primera razón es la de seguir sintiendo, pero no creo que esa sea la que nos mantiene tanto tiempo dentro de un imposible. Y menos aún a estas edades.
Segunda razón: sentirnos especiales. Como el ser humano tropieza dos, tres, cien veces con la misma piedra,… es capaz de saber desde los veinte años que nadie cambia en esencia, pero seguir pretendiéndolo veinticinco años más tarde. Queremos y creemos que las personas van a cambiar sus modos y sus hábitos por y con nosotros. Pensamos que nuestra voluntad, nuestra fuerza y nuestro amor podrán sanar sus heridas y solucionar sus taras. Queremos sentirnos especiales y saber que logramos lo que nadie más. Lo que se nos olvida es que los cambios y las curaciones se dan en el interior de cada individuo y que si bien es cierto que las influencias positivas ayudan enormemente, si el sujeto no está por la labor, no hay nada que hacer. Así que olvidémonos de ese “y vuelta la burra al trigo”, porque no.
Tercera razón: pavor ante otra relación fallida. Y aquí es donde los de treinta y muchos, cuarenta, cuarenta y muchos,… podemos sentirnos más vulnerables. Todos portamos relaciones a las espaldas. Decepciones, heridas, curas, recuperaciones,… Y aquí es donde aparece el fantasma al que antes me referí: ¿y si esto no es para mí? Nuestra obsesión por que la relación que vivimos salga adelante se sienta comodísimamente en el sillón del “va a salir por mis huevos”. Y no es así. Solo el plantearnos que esta relación tampoco marcha nos desfonda. Estamos heridos ya de largo y con cada caso similar se nos reabren las cicatrices. Cada vez aguantamos menos embestidas de este tipo. Y así como podemos volvernos mucho más tolerantes ante determinados comportamientos que con menos años recriminábamos, hacemos el camino inverso con otras actitudes. Por ejemplo, no estamos para aguantar ciertos desplantes. No estamos para perder el tiempo. No queremos ambigüedades ante el compromiso o el grado de implicación con la otra parte. Las cosas claras. Se supone que ya sabemos lo que queremos o al menos lo que queremos sentir y lo que no. Pero contradictoriamente nos quedamos ahí, intentando e intentando. Y estoy segura que desde un momento muy temprano, aún en la fase de estar conociéndonos, vimos indicios de que algo podía hacernos incompatibles. Pero seguimos. No soltamos. Porque… ¡esta tiene que salir!, ¡tiene que funcionar!, lo necesito! Y para más delito casi nunca nos damos cuenta de esa obstinación y nos justificamos en el sentimiento que nos inspira esa persona.


¿Hay solución o medicina?
Creo sinceramente que sí la hay. Comienza con entender todo lo anterior. Y con ver que no pasa nada por habernos equivocado ni hay nada raro en nosotros, sino que quizás el miedo a estar solos, a otro fallo,… nos hizo prolongar en exceso dicha historia. ¿Qué hacer a partir de ahí? No perder de vista qué es lo que queremos de alguien con quien compartimos nuestro día a día. Y no conformarnos con menos, porque sí que hay gente que busca lo mismo y con quien podemos sentirnos muy a gusto. A partir de ahí,… misterio…


Complicamos las cosas. Siempre. Mucho. Por mi parte, cada vez creo que me vuelvo más sencilla al respecto. Si me siento a gusto con la compañía de alguien que me atrae, que me provoca curiosidad, cuya opinión y sentires me interesan, con quien noto ese feeling, voy a querer seguir ir conociéndolo, compartirme y abrirme,… voy a querer estar y estar y estar con esa persona. Voy a sentir física, psicológica y emocionalmente. Y ya está. ¿Tan difícil es? No lo creo. O será que soy muy sencilla en estos asuntos. Eso quiero. Eso pretendo. Y eso y nada más que eso será lo que me llene de otra persona. Eso sí, al menos atisbo de que no sea así por la otra parte, trataré de no dormirme en los laureles y desde luego de no pensar que no hay esperanza. ¡Qué demonios! Si todo va bien pueden quedarme cuatro décadas más por delante… ¡casi nada!





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