RELATOS ENCRIPTADOS (X): La lista

By María García Baranda - noviembre 14, 2016



-- Oiga, perdone, pero aún no me ha dicho lo que quiere.
-- Disculpe, es cierto, --dijo ella sin prestar tampoco esta vez demasiada atención--. La verdad es que tengo todo aquí anotado, en este papel, ¿ve?

   Doblado en cuatro partes sacó del bolso lo que parecía un folio con anotaciones a lápiz. El papel estaba un tanto estropeado, escrito y tachado, y vuelto a escribir, doblado por las puntas y con marcas de pliegues antiguos. Incluso le faltaba algún milímetro sin importancia. Desdobló la hoja de papel, pasó rápidamente la vista por ella, casi sin detenerse. Aunque tampoco hacía mucha falta. Se lo sabía de memoria. Durante algo menos de cuarenta años, desde que aprendió a escribir había tenido con ella esa nota. Llevaba completándola desde entonces. Palabra a palabra. Idea a idea. Renovándolas, revisándolas a menudo. Cambiando unas por otras. Eliminando y añadiendo. Se suponía que la lista ahora estaba completa o al menos habría de estarlo, porque al fin había acudido al lugar indicado, en la fecha concreta y a la hora establecida.
    El hombre esperaba paciente aunque algo intrigado a que ella empezase a hablar. Miraba la hoja de papel que ella sostenía en sus manos y levantaba la vista dirigiéndola hacia sus ojos, como si de esa manera pudiese adivinar lo que ella estaba pensando. Hizo el movimiento unas cuantas veces y casi que ahora tenía mayor curiosidad por los pensamientos que estarían pasando por su cabeza, que por el contenido de la nota. Aún así, decidió no atosigarla y esperó en silencio a que ella despegase sus labios y dijese alguna de las palabras que debían de estar allí ordenadas en columna y perfectamente alineadas. Debieron de pasar unos diez minutos, que se hicieron eternos para él. No así para ella. Para ella era como si se hubiese detenido el tiempo. Podía ser la influencia de ese lugar, podía ser la aparente distracción que traía con ella desde que entró por la puerta. Pero más bien se rtataba de todo lo contrario. Ese día contaba con uno de los mayores niveles de concentración de toda su vida. No estaba despistada, estaba completamente absorta por la labor que tenía por delante. Podría haber descrito con perfecta concreción todo cuanto se encontraba a su alrededor, detalle a detalle. Lo había visto todo con el rabillo del ojo, cachivaches, libros a vientos, pliegos antiguos, material de escritura del siglo pasado,... Todo conformaba el contexto de lo que se disponía a hacer a continuación e inconscientemente velaba por que este fuese el adecuado. Respiró hondo, exhaló una bocanada de aire y se dispuso a hablar, aclarándose antes la voz. 

    -- No tengo un solo recuerdo de mi vida que no haya tenido los libros como fondo. En realidad ha sido la palabra, escrita y hablada, pero sí, los libros han invadido todo. Naturalmente que no ha habido libros de por medio en cada cosa que he hecho, ¡no soy ninguna chiflada! Pero quiero decir que si echo la vista atrás, si retrocedo con la memoria los libros siempre han estado ahí. Y si no, pequeños cuentos, hojas de papel escritas, letras por todas partes,... ¿entiende lo que le quiero decir? Siempre tengo el recuerdo de mí misma con libros en mis manos, escribiendo o leyendo, hablando hasta por los codos. A veces creo que nací hablando, fíjesé. Y no es muy distinta la cosa, porque según me cuenta mi madre, pronuncié mi primera palabra con pocos meses, rompí a hablar antes de cumplir un año de edad, aprendí a escribir algunas palabras cuando solo tenía tres años, y en mis manos siempre había lectura. ¿Ve por qué le digo que no tengo recuerdos en los que la palabra no haya sido protagonista? 

   El hombre miraba y escuchaba atento a la chica. Tenía una expresión en su cara bastante neutra, aunque respetuosa y educada. Le había prestado el interés que ella necesitaba y ahora estaba esperando a saber el contenido de lo que iba a leerle. Y ella empezó a hablar.

    -- Sé que mi pedido resultará un tanto curioso. Y extraño. Pero esto es lo que quiero y lo que necesito. Ni más, ni menos. Le leeré mi lista: 
     Los títulos de mi infancia. Cuentos y libros que he perdido, que tiramos a la basura y de los que recuerdo perfectamente su contenido, sus colores, sus dibujos,...
     El cuaderno en el que escribí mi primer texto. ¡No recuerdo cuál fue! Y necesito verlo. No sé si fue un poema, un cuentecillo o una hoja de diario,... He de recuperar ese recuerdo y observarme en origen. Y saber de qué asuntos hablaba yo ya entonces, si mi letra era tan endemoniada como decían y cuáles eran las palabras que escogía.
     Esencia de escritora. Sí, sí. Un frasquito de esencia de escritora, de los de una sola toma. Ganas de escribir eternamente. Pero quiero de esa que se vendía antiguamente, si es posible, no de estas que hay ahora que te garantizan ciertos éxitos. No, yo no quiero eso, no quiero tratos extraños, ni saber de antemano qué voy a conseguir o no, cómo lo haré, ni nada por el estilo. Yo lo que quiero es necesitar y querer escribir siempre. Pero siempre, siempre.
    Una cinta de casete con la voz de mi padre. Con nuestras largas conversaciones de tarde, casi hasta la hora de la cena. Su voz y mi voz. Porque aunque la recuerdo, ¡juro que la recuerdo si me quedo en silencio y cierro los ojos!, no quiero perderla nunca. Ni sus miles de temas tan variados, curiosos, desconocidos, ¡apasionantes!
     La voz de mi madre detenida en el tiempo. La copia exacta de la lectura que me hacía de niña a los pies de mi cama. Los poemas de Lorca. Con esa voz tan joven. Con esa entonación con la que habló conmigo a cada instante, sin dejarse una coma. Como me habla hoy.
    Escribir mi primer libro. No quiero saber de qué será. Ni lo que contaré, ni cómo lo haré. Pero sé que quiero regalar mis letras. Mis pensamientos. Aquello que voy sintiendo con cada experiencia de mi vida. Quiero esa garantía. Saber que podré hacerlo.
   El don de la palabra. Quiero hablarle a la gente, escribirme con ellos, expresarme con fuerza, y que cuando me escuchen, cuando puedan leerme, que sientan que ahí hay magia. Pero no un fenómeno especial ni reconocido con palabras célebres, no. Magia de la que engancha a las personas, de la que provoca una adicción a ti, a oírte, a compartirte, a leerte.
   Una buena dosis de sensibilidad y creatividad. Tienen que estar bien casados, por favor. Para crear de forma sensible y para sentir de manera productiva. Ya sé que es un poco raro de explicar, pero yo me entiendo. Porque si soy tan sumamente sensible que me paralizo a la hora de decir lo que siento, ¡estoy apañada! Y si consigo expresarme, pero no le llega a nadie, tampoco tiene gracia.
     Capacidad de amar. ¡Toda la que pueda llevarme! No escatime. Esa no sé si me va a servir para algo de todo lo anterior, pero sé que quiero llevármela. ¡Debo!
      Alguien a mi lado que admire lo que hago. Porque si no lo comparto, no sabe igual. Porque escribir para él habrá de ser un placer necesario muchas veces. Y por favor, asegúrese de que me provoca muchos muchos sentimientos y pensamientos sobre los que expresarme, una vez que llegue a mi vida.
   Solo quedan dos cosas más, pero son sumamente importantes. La primera es que todo lo anterior quede impregado en mí, en mi propia esencia. Pero que nunca se convierta en lo único que se vea de mí. ¿Me explico? No puedo ser únicamente eso. Necesito ser algo más que una expresión constante, porque si no, mi propio don acabará eclipsándome. Y la segunda,... casi no me atrevo ni a pedirla. Necesito,... mmmm,..., ¿cómo lo digo sin que se entienda mal? Quiero hacerme necesaria para las personas a las que quiero. No quiero ser borrable, eso me aterra. Entiéndame, por favor. No me refiero a cadenas, a que dependan de mí, ni a dramatismos de ningún tipo. No soy una psicópata egoísta. Pero si a algo aspiro es a que aquellos que vienen a mí, no quieran despegarse nunca. Por propia voluntad, por sana decisión, por una fuerza de atracción inexplicable, pero sobre todo, porque les doto de calma de vida. Y ya.

    Respiró hondo de nuevo. Dobló el papel y volvió a guardarlo. Sin más expresión miró al hombre tratando de encontrar en su cara un gesto de extrañeza. O la propia mueca de quien no sabe cómo salir de una situación embarazosa. Pero no fue así. El hombre parecía sereno y comprensivo. Sin dejar de mirarla se dirigió a ella.

   -- Conforme.
   -- ¿Conforme?, dijo ella entusiasmada.
   -- Sí, conforme.

   Simplemente salió de aquel lugar y se fue a casa. El día había sido intenso y se fue derechita a dormir sin pensar en nada más. La cama parecía engullirla, porque nada más apoyar la cabeza en la almohada cayó en un profundo sueño. 




















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