LO PROMETIDO ES DEUDA

By María García Baranda - junio 10, 2017





      Él me pidió que le escribiera algo bonito, sin darse cuenta de que lo bonito es lo que a mí me hace escribir sobre él. “Para variar”, decía, sin percatarse de que incluso cuando hago tronar el cielo hasta crujir, todo es por él. Quería un recuerdo en el papel, pero es que estalla la memoria por los márgenes y ya he llenado cientos de páginas con miles de matices. Desde el negro más áspero hasta el blanco más depurado de intenciones. Y es que escribo que da gusto desde que puso un pie en mi vida, porque cuentan los que mucho saben de esto que a mayor sentir, más prolífico se vuelve uno. ¡Y doy fe de que es así! Que hay días en los que rasco las paredes de pura necesidad de tinta. De pura necesidad de él.

   Nunca le he contado qué es lo que siento cuando me invade la necesidad de escribir sobre nosotros, sobre mi amor, sobre él. Él si ha podido decirme qué le atraviesa la sangre cuando lee mis palabras colocadas una junto a otra, y llenas de intención. Llenas de mí. Él sí. Pero yo,… me doy cuenta hoy de que jamás le he dicho qué es lo que me arde por dentro para correr a colocarme frente al teclado. Y hoy voy a decírselo: arde mi amor por él.  Cuando escribo, lo siento a él. Letra por letra. Palabra por palabra. Espacio por espacio. Y es que él no sabe que hay días en los que es tan profunda la necesidad que tengo de sentirlo conmigo que me lanzo a escribir para recrear la imagen de que está junto a mí. Trato de imaginarlo al otro lado, leyéndome, y que al avanzar por los renglones va notando un interno escalofrío recorriéndole el cuerpo. Buscando qué me pasa, esperando escuchar con mi voz cuánto lo amo. Procuro contarle mis pensamientos más íntimos, tal y como si se los dijese al oído al despertar, y lo intento con tanto detalle, que me olvido de que además de él me leerán otros muchos cientos de ojos. Y no me importa. Tampoco sabe él que hay días en los que la impotencia me hace dar vueltas en redondo por la casa, ir de acá para allá con unas ganas locas de gritarlo bien alto, de hablar, de discutir, y de hasta de echarle en cara el por qué de las cosas. Porque es mi compañero. Se me enquista. Se hace grande. Me desespera. Y, finalmente, lo escribo. Es lo más parecido a lanzarlo hacia él y que recoja el guante, para que me comprenda, para que reaccione de algún modo y preste su atención a cuanto nos afecta. Que el habernos cruzado es una suerte y hay que ser muy imbéciles para perdernos y esperar a no estar. Que no existe y no habrá nadie como nosotros. Desconoce también que en otras ocasiones, esas en las que hablo bajito y contenida, que cuento sobre mí, mi intención no es otra que la de confesarme. En su pecho acostada, mientras me huele a él y me siento feliz, protegida, dichosa y alejada del mundo. Podría pasar así tiempo infinito, en su piel, sin moverme del sitio. No necesito más, tan solo a él. Le cuento por escrito, poco a poco, lo que soy y quien soy, en mi empeño constante de que conozca en mí cada rincón perdido, cada miedo, cada ternura.  Así que cuando escribo de él, para él o por él, es porque estoy necesitándolo conmigo tanto, tantísimo, que me falta hasta el aire. Y pensar en el momento en el que él me lea me da un pequeño chute de oxígeno para seguir. Como aquel primer día. Esa primera vez en la que se asomó y me dejó ver su alma al mismo tiempo. Ese día lo supe y lo dije: es él. Desde entonces le escribo. Desde entonces lo amo.

      Creo que él ya lo sabe, pero no ha habido nadie, ni creo que lo haya, que me haya provocado más días ni más noches de letras con insomnio, de cartas ni protestas. De suspiros versados. De esta literatura. Y es que nadie ha habido, ni creo que lo haya, que me haya hecho sentir tantos matices, tal calidad de amor, tanto latido. Y a pesar de los tiempos, a pesar de los vientos, ahora le quiero más. Mucho más y tan grande, que sin él yo no quiero.

    

       


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