MOMENTOS X (O cómo empequeñecer a una mujer)

By María García Baranda - junio 03, 2017


Idígoras y Pachi

    

Me levanto temprano. Me ducho, desayuno y me arreglo. Ahí vivo mi primer momento X del día. Salgo de casa para coger mi coche e ir al trabajo. Al abandonar el portal y pisar la calle, segundo momento X. Continúo caminando calle arriba, tercer momento X. Entro en el coche y circulo durante unos veinte minutos. Cuarto momento X. 
Empieza mi jornada laboral, doy mis clases, trato con mis alumnos y con mis compañeros, y durante la mañana vivo un conjunto de mini momentos que unidos dan lugar al quinto momento X. Terminan mis clases y vuelvo a casa. Hoy he quedado a comer con alguien. De la que me dirijo a mi destino vivo mi sexto momento X mientras conduzco, y mi séptimo momento X mientras camino hacia el lugar en el que he quedado. Allí me siento, me relajo, charlo en buena compañía y pido algo rico para comer. Tiene lugar mi octavo momento X. Y pienso que aún estamos en el ecuador del día. La sobremesa es placentera, salimos a la calle y paseamos un poco, que siempre está bien ayudar a bajar la comida eso de caminar un rato. Tiene lugar el noveno momento X del día. Me despido.
    Tiempo para mí. Es hora de llevar a cabo alguna de mis actividades de tarde antes de retomar el trabajo en casa. Tengo cita para la revisión del coche, décimo momento X del día. Afortunadamente lo ventilo pronto y tengo tiempo aún de hacer un par de recados, que acompañan al undécimo momento X del día. Regreso a casa y saco actividades adelante. ¡Qué bien! Me interrumpe algún mensaje por aquí y alguna llamada por allá. Charlo un rato por teléfono con un amigo. Nos contamos qué tal el día, cómo nos van las cosas y me comenta que ha leído mi último artículo y que le ha gustado. Durante la conversación vivo mi duodécimo momento X del día. 
    Última etapa de la jornada. Quedo con una amiga a tomar algo a la hora de la cena. Charlamos, nos reímos. Nos retiramos prudentemente a casa porque al día siguiente hay que madrugar. Camino relajadamente y vivo mi decimotercer momento X del día. Llego al portal, saco las llaves del bolso y vivo el decimocuarto momento X. Entro en casa. Me descalzo, me pongo cómoda y leo un rato. Entre todo lo que leo, entre líneas, artículos, noticias y opiniones vivo mi decimoquinto momento X del día. Es hora de dormir. Me voy a acostar. El día ha sido uno más, con lo bueno y lo habitual. Un día sencillo, habitual impregnado de momentos X. Lo habitual.


    Cada momento X que vivo provoca una serie de reacciones en mi cuerpo. Mis hombros se encogen y tiendo a contraer el cuello. Dirijo mi mirada al frente, fingiendo distracción, simulando no darme cuenta de nada más que de mis propios pensamientos. Mi mente también reacciona. En algunos de esos momentos se pone alerta. En otros me siento incómoda, molesta. En algunos otros es peor, me siento juzgada y ofendida. Duele. Duele mucho. 

    El mundo está lleno de maravillosos carteles y citas potentes, que se extienden como la pólvora, con mensajes del tipo de “tú vales mucho” o “una mujer no necesita más que quererse a ella misma”. Será que nos hacen falta. Mucha falta. Y es que desde que abrimos nuestros ojos por la mañana, alguien se empeña en que mermemos, en que dejemos de medir 1,70, en mi caso, o de caminar salerosas por la calle. Son los que diseñan esos momentos X, aspas sobre nuestros hombros que juro que se clavan, por más que queramos disimularlo. ¿De veras es para tanto?, ¿exagero?  Es fácil de comprobar. Ven conmigo al microscopio...


    Me visto y escojo mi ropa. Al hacerlo,… “eso no que marca mucho el pecho”; “eso tampoco que es muy corto”; “eso menos que insinúa la marca del pezón”. Salgo del portal me cruzo con dos o tres miradas que escrutan mi ropa, mi cuerpo, mi cara. Podría decir con total exactitud a qué puntos miran exactamente. Agacho la cabeza, sí la agacho, y trato de hacer como que no me doy cuenta. Continúo y los coches que esperan en el semáforo alojan en su interior a hombres que buscan perspectiva a través del parabrisas, moviendo la cabeza en busca de buena visibilidad. A medida que avanzo asoman la cabeza por la ventanilla y descifro el significado de sus miradas. Me encojo de nuevo e inconscientemente me cubro con la chaqueta. Mientras conduzco miradas de macho alfa al volante, adelantando por derecho propio o cediéndome el paso solo a mí, porque soy una chica. Llego al trabajo. Un piropo por aquí, un acercamiento por allá. Algunos me agradan otros me incomodan. Mi alarma interior me dice cómo distinguirlos. En ocasiones me viene a la cabeza esa regla fundamental de la distancia personal de cortesía en la interacción social. Afronto el día. Enseño, educo. En el aula también tiendo a cubrirme la piel ante determinados movimientos. Reprendo dos, tres, cuatro comentarios o comportamientos fuera de lugar entre alumnos. Detecto quién está pasando también su momento X. Termino las clases, más machos alfa al volante. Solo resoplo porque afortunadamente en el interior de mi coche no escucho nada más que mi respiración y la radio. Eso me permite desconectar de esa sensación. Aparco y me cruzo con un grupo de chicos que me ven desde lejos. Nada más verlos ya sé lo que va a ocurrir, aunque no tengo nada de adivina. Mientras camino hacia ellos, o ellos hacia mí, no lo sé, procuro hacerlo de forma discreta y sin contacto visual. Percibo por el rabillo del ojo que se sonríen y cuchichean. Al pensar en el posible comentario me siento terriblemente incómoda. De pronto me he hecho muy pequeña. Al llegar a su altura me gritan “¡rubiaaaa, mmm, quién te pillara!”.  Contesto, replico, miro inquisitiva. Pero no me siento en absoluto bien. Llego a mi cita a comer. Me relajo y pedimos plato. Nos atiende un camarero bastante amable. No lo había visto antes, no lo conozco, y sin embargo se dirige a mí con el apelativo de “guapa”. Guapa por aquí, guapa por allí. Yo ya me entiendo. Otra vez a la calle. Ojos delatores, miradas aún más. En el taller de coches me atienden pronto, afortunadamente. Tenía hora reservada y no hay retraso. ¡Bien! Mientras espero por allí, entre la gente que está trabajando, no me encuentro del todo cómoda, la verdad. Trato de pasar desapercibida, se nota a leguas que soy una intrusa. Y se oye un poco, también. El mecánico que me atiende me explica con detalle qué va a hacer. A veces con demasiado detalle, diría yo, aunque siempre está bien que un profesional se esmere en ello, ante el posible desconocimiento del tema por parte del cliente. No obstante hay un “ya me encargo yo, tú olvídate” en el ambiente. Lo contextualizo sin dificultad. Me llevo el coche, una labor cumplida. Ya en casa charlo, por teléfono. En medio de lo agradable de la conversación sale a relucir alguna de mis publicaciones en el blog y mi foto de perfil en una red social. Brota el comentario de que es frívola, de que incita a considerarme frívola. Brota el comentario de mi actitud de enseñarme, mostrarme y seducir. Me molesta. Me indigna. Me duele. No soy yo quien ha de medir la foto, sino el que sea que no sabe comportarse. Y tampoco he de pasar por un ministerio censor. Ni estoy desnuda en ella ni forma parte de un book erótico -ya me estoy disculpando al escribir esto, por cierto-. Es tan solo una foto de perfil de cara y cuello, por más posado que sea mi gesto y por más que muestre mi intención de mostrar atractivo. Salgo a la calle a tomar algo, será mejor. Más de lo mismo. Paso un buen rato. Al volver a casa lo hago precavida, transito por calles alumbradas y con gente. Otra vez en desventaja, preguntándome por qué no puedo ir por donde quiera. Me acerco al portal, saco la llave y para entonces ya he hecho el gesto inconsciente e instintivo de siempre: nadie cerca, nadie detrás. Subo a casa. Leo. Entro en la red. Se encuentra llena, plagada, infestada de momentos X que ya ni veo. Pero hoy, en medio de mi día, de un día corriente, mi mente y mi cuerpo se han tensado e incomodado al menos quince veces.


Y tú, bien con un sencillo gesto, bien con un comentario en apariencia inofensivo,… ¿cuántos momentos X le creas a una mujer al cabo del día?





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